Culpables por peligrosos, FIVAC en la XIII Bienal de La Habana

El Festival Internacional de Videoarte de Camagüey (FIVAC) se fundó en el año 2008 y, desde entonces, se ha ido consolidando como una de las experiencias más valiosas y arriesgadas en el ámbito teórico-expositivo vinculado a la videocreación cubana e internacional. Hacer que las cosas sucedan pudiera plantearse como la forma más abreviada de lo que este Comité Organizador, y especialmente su fundador, presidente y gestor principal, el artista multimedial Jorge Luis Santana, persigue en cada edición. El día que lo imposible estuvo más lejos, nunca estuvo más cerca la certeza de conseguirlo. Eso ha sido FIVAC: una permanente construcción de lo posible, sobre todo de esos “posibles” camuflados en burocracias y bancarrotas creativas. Cejar nunca ha sido nuestra opción; y aun cuando el camino recorrido sea todavía mucho más breve que el imaginado, hemos plantado con modestia –y probablemente inspirados en aquellos 7000 robles, después de los cuales Kassel no ha vuelto a ser la misma– lo que quizás algún día contrarreste las arideces de los que no sueñan.

Luego de siete ediciones, nuestro festival ha estabilizado una plataforma de trabajo estructurada a través de espacios teóricos y de debate, espacios para la exhibición de obras inscritas al festival y el espacio La Próxima Resistencia, proyecto metacuratorial al que concurren –por invitación– proyectos presentados por curadores de otros festivales, certámenes, fundaciones e instituciones de muy diversos tipos de todo el mundo, y siempre vinculados al universo audiovisual más experimental. De tal suerte, FIVAC asume la realización de su octava edición luego de acumular haberes que abarcan desde fondos cercanos a las dos mil obras de más de 60 países hasta la invaluable experiencia que deja cada intercambio, cada conferencia, cada conversación.

Si bien el festival nunca ha circunscrito su plataforma de trabajo a problemáticas específicas o ejes temáticos predeterminados tal cual hace la Bienal de La Habana, las propias reverberaciones culturales, sociales, políticas se han encargado de favorecer escenarios de consonancias alejados de atavismos eventuales y, sobre todo, demostrativos de las verdaderas pulsiones de lo mejor del arte contemporáneo. Así, las convergencias entre ambos proyectos culturales –FIVAC y Bienal– no son inexplicables y muchos menos provenientes del azar. Son, sobre todo, resultados de la indagación, del cuestionamiento, de la necesidad de explorar en las sensibilidades menos estandarizadas, en las voces y acciones de las mayorías desplazadas, en el arte que se desdibuja asible y se arriesga más con las zonas en blanco que con explicitaciones de manual.

La muestra que se presenta bajo el título Culpables por peligrosos propone una revisita peculiar al más de millar y medio de obras que atesoran los aún jóvenes archivos del festival, con la intención de perfilar grosso modo lo que ha sido el rostro de FIVAC durante sus primeras siete ediciones. No corresponde a estas líneas aludir a los desgarramientos que implica el acto de fundar, pero sí toca –a pesar de los riesgos– aceptar públicamente la responsabilidad por haber insistido, casi siempre a contracorriente, en concebir y lograr un territorio libre de analfabetismo audiovisual. Y puede parecer una contradicción que en un contexto tan severamente multimedial como el contemporáneo, más allá de las velocidades de conexión y los anchos de banda, las grandes multitudes consumidoras no pasen de advertir amalgamas inocuas que les aderezan la vida las 24 horas del día. Nosotros intentamos otros caminos.

De tal suerte, la selección realizada –dolida desde su génesis por carísimas omisiones– busca en la brevedad del laconismo el desbordamiento de la construcción de sentidos. Con algo más de una hora de duración y de casi una treintena obras, esta compilación apuesta por la diversidad de filiaciones estéticas, por la diversidad cultural, geográfica, generacional y muchas otras que explicitan la pluralidad no siempre armónica (¡y qué bueno que las armonías de academia no consiguen domar las disonancias incómodas!) de lo mejor del concierto audiovisual contemporáneo. Así, artistas de países más “frecuentes” en la conformación agónica de nuestro imaginario conviven con otros cuyas latitudes, a pesar de la globalidad de la aldea, los convierten en voces que han de hablar más alto para que alguien las escuche.

De alguna manera, FIVAC ha sido también podio para esas voces, para esos credos, para esas maneras distintas de mirar y hacer mirar, que se tejen hoy en las llamadas periferias y que no se reconcilian con los gastados ademanes del poder. Nunca hemos creído en los discursos totales ni hemos apostado por lo cierto; tampoco hemos dudado de la posibilidad de construir, y eso nos ha hecho peligrosos y culpables. En el arte, el síndrome de la sospecha erradicó todos los protocolos posibles; sin embargo, no son pocos quienes aún desde la imposición de los martillos de subastas y remates insisten en domesticar el pensamiento. Pero ese sigue sin ser el camino, al menos, no para quienes prefieren la lateralidad, lo difuso, lo transitorio y que, como nosotros, confían más en la enseñanza del error que en la castración de la censura.

Por eso esta muestra se hace desde asideros con frecuencia preteridos por los grandes consorcios del arte y sin que nos desvele demasiado la ausencia de los oropeles. Es una suerte que la Bienal de La Habana tampoco haya cedido al punzó de la alfombra o a la sofisticación anoréxica de las pasarelas, y nos sirva como contexto catalizador para la generación de un discurso un poco ríspido, un poco triste, a veces desolado, pero siempre incisorio y atento a la posibilidad de dinamitar cualquier zona de confort. Hay obras que en su brevedad desconciertan de tanta ira, de tanto dolor, de tanta duda; hay obras en las que el cinismo roza lo ofensivo; hay obras que desnudan desgarradoramente la violencia mientras otras la visten de inocencias. Pero todas, absolutamente todas, confirman las libertades escriturales que hoy tiene el arte, más allá de cualquier intencionalidad restrictiva, y acentúan la incomodidad de trasegar ideas.

A pesar de la relativa juventud del Net.art, ya se ha hecho una especie de lugar común la aceptación de su rol mesiánico respecto de la disolución de las fronteras entre el arte y la vida, entre el arte y su función social, entre el arte y su alcance transformador de la sociedad: “un arte de consecuencias diarias” –en palabras de Gene Youngblood. Y es que en tales vaticinios no deja de percibirse cierto resentimiento y/o frustración con toda la producción “pre-Net.art” que no consiguió tales dividendos; o es que acaso ¿pudiera negarse rotundamente que tales propósitos no han estado gravitando desde siempre –de una manera u otra– en la episteme del arte? En consecuencia, el pronóstico de que Internet es o será la plataforma verdaderamente democratizadora del arte puede convertirse en una realidad tan aberrante como la de las galerías y museos contemporáneos, en la que tales instituciones no logran emanciparse del sistema que las contiene.

Hasta ahora no se advierten argumentos suficientes como para intuir que Internet podrá “salirse” del sistema; antes se convierte en el sistema mismo. Por tanto, el quid para la democratización del consumo del arte no parece encontrarse en la invención de plataformas de socialización sino en la formación y entrenamiento de competencias para la interacción con el arte, cualquiera que sea su escenario de concreción, y derivar de esa interacción su verdadera capacidad transformadora. Cada día más el ser humano se ve conminado a modificar sus umbrales de percepción, en tanto cada vez se necesitan estimulaciones mayores (diferentes) para que sean percibidas, al menos de manera consciente, en esa gran pantalla que es la cotidianidad. Y en esa elevación de los estímulos caben todas las probabilidades para el encallecimiento de la sensibilidad humana, después de lo cual quedará poco por hacer.

Para FIVAC es importante no la magnitud del estímulo sino la calidad de la recepción que se consigue. Por tanto, esta muestra intenta ser una especie de desaceleración en la carrera vertiginosa que implica conseguir la atención de la persona que tenemos al lado y, en consecuencia, no optamos por las estridencias ni confiamos en retóricas “no oficiales”. Artistas y gestores en general deberían percatarse de que esa mirada umbilical, ensimismada y engreída de la que, en muchas ocasiones, presume el mainstream no hace otra cosa que jalonar en dirección opuesta al verdadero sentido del arte y corromper aquello que no debería tener otra connotación que no fuera la de mejorar la naturaleza del ser humano –que ya es bastante. Estas tensiones entre una obra y la trama en la que luego deberá insertarse para trascender ponen en riesgo, entre otras muchas cosas, las verdaderas posibilidades trasformadoras del arte y de su consonancia real con la vida.

¿Por qué no asumimos con el rigor que corresponde que los vínculos que se establecen entre el arte, la sociedad y la naturaleza están determinados exclusivamente por la acción del hombre? Esta pregunta carece de total sentido en un mundo lleno xenofobias, discriminación, violencias de todo tipo, hegemonismos dictatoriales e indigencias abrumadoras, indolencia ante el dolor ajeno, y mucho más, y todo, absolutamente todo, provocado por los mismos seres humanos, por la misma especie que, según ella misma, constituye la expresión más elevada de la civilización. ¿Qué arte va a cambiar la situación de los 2.800 millones de personas que viven en la pobreza extrema y, sobre todo, cómo movilizará a los 876 millones de analfabetos que hoy exhibe sin demasiado pudor nuestra aldea mundial? ¿Acaso el arte está concebido solo para ese 20 % de personas que detentan del 90 % de las riquezas de todo el planeta? ¿Cuántos artistas y profesionales del arte renuncian con la humildad necesaria a los 15 minutos de fama pronosticados por Warhol? ¿Sería esa renuncia el primer paso para recomponer el estado de cosas?

La historia demuestra que aquello que nos parece un círculo vicioso no lo es, y que en algún momento –por acumulación– llega a consumarse la saturación imprescindible para el salto. En Cuba existe una frase que resume esta idea y conserva cierto optimismo en el futuro: “lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo”. Pero no deja de resultar contradictorio, al menos en apariencia, luchar por la subversión de un statu quo y, a la vez, contribuir a su propia consolidación, salvo que se confíe totalmente en eso de que mientras peor, mejor. FIVAC, lamentablemente, no puede subvertir nada ni esta exposición tampoco; pero lo que sí podemos hacer es procurar un poco de civilidad sincera que comulgue con el credo de las obras que presentamos. Eso nos hará más coherentes y nos dejará el placer de haber intentado alejarnos de las hipocresías del antiguo régimen.

Insistir en la significación que para el Festival Internacional de Videoarte de Camagüey posee la oportunidad de presentar esta muestra dentro de los predios de la Bienal de La Habana se convertiría en una redundancia inoportuna. Lo que de estímulo, incentivo y reto tiene este hecho, solo podrá multiplicar nuestros deseos de continuar haciendo de nuestro evento una zona de inclusión, una zona de entusiasmos, una zona en la que las jerarquías se carnavalizan y las mejores ganancias no invaden los titulares del mainstream. La Bienal de La Habana ha sido así durante décadas y su vocación de ir a contrapelo ha enseñado –a todos los que hemos querido aprender– que el arte, ese que se construye en la posibilidad, el que encuentra profundos asideros en las superficialidades cotidianas, el que se viste de antropólogo y desnuda al hombre hasta mostrarlo demiurgo respira, vive en la propia esencia del hombre y nos toca a nosotros, los prestatarios de su grandeza, devolver con gesto de reverencia la gratitud por hacer de él nuestro confidente mayor.

 

 

Teresa Bustillo Martínez

Curadora principal

Festival Internacional de Videoarte de Camagüey

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